Debuggar es lanzarse de cabeza a la mierda, nadar entre líneas de código podrido mientras todo a tu alrededor arde. No hay luces que te guíen, solo pantallas parpadeando como un maldito bar de mala muerte en medio de la nada, y ahí estás tú, cazando ese maldito bug que te tiene por el cuello. Las entrañas del código se retuercen, crujen, y te das cuenta de que nada de lo que escribiste tiene sentido ya. Es como un riff de Velvet Underground, sucio, distorsionado, pero sigues machacando esas teclas, intentando poner un maldito orden en el caos. Te estás ahogando en bucles infinitos, promesas rotas, errores explotando en tu cara como si el código se estuviera riendo de ti. Pero no te rindes, porque esto es guerra, supervivencia.

Aquí no hay belleza, solo un campo de batalla donde las variables mal colocadas son minas listas para estallar. Cada vez que crees que lo has logrado, el código te escupe en la cara, como diciendo: “No tan rápido, imbécil.” Y ahí estás, un guerrero de las sombras, con nada más que tu cerebro frito y unas pocas líneas de código retorciéndose como serpientes. Cada bug es un golpe en el estómago, un recordatorio de que nunca tienes el control total, pero sigues adelante. Porque si hay algo que te enseña debuggar, es que tienes que seguir moviéndote, incluso cuando todo se está yendo al infierno.

Y cuando finalmente lo atrapas, cuando ese bug desaparece como por arte de magia, no hay aplausos, ni baile de la victoria. Solo vacío. Un silencio que golpea más fuerte que el propio error. Como el silencio después de un concierto de Velvet, cuando tus oídos zumban y tratas de entender qué demonios acaba de pasar. Sí, domaste el caos, pero sabes que esa paz no durará mucho. Siempre hay más mierda esperando al otro lado del monitor, más caos, más ruido. Pero en ese breve momento de silencio, en esa maldita calma después de la tormenta, sabes que sobreviviste a la jodida danza de la depuración. Y eso es suficiente.